Entonces, ocurrió.
Un leve movimiento recorrió el pecho del hombre. Un estremecimiento imperceptible para muchos, pero no para ella: Laila levantó la cabeza de golpe.
—¡Se movió! —gritó.
El pastor se detuvo. Los asistentes se incorporaron, confundidos. Un paramédico retirado que estaba en la sala, Eli Matthews, se acercó de inmediato.
Colocó dos dedos en el cuello de Marcus. Primero nada. Y luego, débil pero inconfundible: un pulso.
—¡Dios mío, tiene pulso! —exclamó Eli.
La sala estalló en gritos, sollozos, incredulidad. Algunos retrocedieron asustados, otros se arrodillaron rezando. Tanya gritó el nombre de su hermano entre lágrimas.
Los paramédicos que habían acudido como dolientes saltaron a la acción. Abrieron la tapa por completo, colocaron a Marcus sobre el suelo frío de la capilla y comenzaron maniobras de emergencia.
Compresiones. Ventilación. La gente contenía la respiración en cada intento. Y entonces, con un gemido ronco, Marcus jadeó. Un sonido áspero, doloroso… pero vivo.
Sus ojos se abrieron apenas, nublados, buscando luz. La primera palabra que salió de sus labios quebrados fue:
—Pan… queques…