Cuando el pastor comenzó su sermón, hablando de fe y resignación, los adultos bajaron la cabeza. Nadie se dio cuenta al principio de que la niña se había bajado del banco.
—Laila, cariño, vuelve —susurró Tanya, intentando alcanzarla.
Pero Laila caminaba con paso decidido hacia el frente. Subió al pequeño taburete dispuesto para las visitas y apoyó la mano en la madera pulida. La tapa estaba entreabierta, dejando ver el rostro tranquilo de su padre.
—Papá… —susurró. Su vocecita resonó como un trueno en medio de la capilla.
Algunos se estremecieron. Otros se taparon la boca con las manos.
—Despierta. Es de mañana. Dijiste que cuando estás cansado descansas… ¡y prometiste panqueques!
Sus puñitos golpearon suavemente el pecho inmóvil. El pastor se adelantó para llevársela, pero antes de que la tocara, la niña apoyó la cabeza en el torso de Marcus y susurró, quebrada en lágrimas:
—Te amo, papi. Por favor, despierta.
