Charlotte, Carolina del Norte.
El cielo estaba claro, como si la ciudad no entendiera que ese día era de luto. Dentro de la capilla metodista del barrio, el ambiente era otro: un silencio tan pesado que parecía hundir los bancos de madera.
Al frente, rodeado de coronas blancas, se encontraba un ataúd brillante, color marfil. Dentro yacía Marcus Reed, 37 años, capataz de construcción, viudo desde hacía tres años y padre de una sola niña: Laila.
Dos noches antes, Marcus había sufrido un paro cardíaco masivo mientras dormía. Los paramédicos lo habían intentado todo: descargas, compresiones, adrenalina. Cuarenta minutos de lucha inútil. A las 11:27 p. m. se declaró el deceso.
Su hermana mayor, Tanya, había tomado todas las decisiones: el ataúd, las flores, incluso el vestido azul con el que Marcus había asistido a la boda de un amigo. Ella decía que era su atuendo “más vivo”.
Entre los dolientes se encontraban vecinos, compañeros de trabajo y amigos de la infancia. Todos miraban con respeto al hombre que había criado solo a su hija desde que el cáncer se llevó a su esposa, Leah.
En el primer banco, Laila, de tres años, columpiaba sus piernas demasiado cortas para tocar el suelo. Sujetaba un conejo de peluche con una oreja rota. No lloraba. Para ella, su padre no había muerto: simplemente estaba “cansado”.
