Yo usé el vestido de novia de mi mamá que había modificado para que me quedara a la medida. Esa noche de bodas, Roberto fue tierno conmigo, paciente, cariñoso. “Te amo, Carmen.” Me susurraba al oído. Vamos a ser muy felices. Y lo fuimos al principio. Los primeros años de matrimonio fueron hermosos. Roberto trabajó mucho para salir adelante. Se inscribió en la preparatoria abierta. Después estudió administración industrial en las noches. Yo también trabajé duro, además de cuidar la casa y después a los niños cuando llegaron.
Siempre tuve mis costuras. Mi mamá me había enseñado a coser desde niña y yo tenía buena mano para eso. Era conocida en todo el barrio de la Moderna por hacer los vestidos más bonitos para las quinceañeras, las bodas, los bautizos. Miguel Ángel nació en 1978 cuando yo tenía 23 años. Fue un embarazo difícil, pero Roberto estuvo conmigo en todo momento. Se desvivía por cuidarme, me llevaba el desayuno a la cama, me sobaba los pies cuando se me hinchaban.
Mi reina me decía, esto es lo más hermoso que nos ha pasado. Cuando nació Miguel Ángel, Roberto lloró de emoción. Es igualito a ti”, me dijo. Aunque la verdad es que el niño era su vivo retrato. Paloma llegó dos años después, en 1980. Otra vez, Roberto se portó como el mejor esposo del mundo durante el embarazo, pero ya para entonces había comenzado a cambiar. Su trabajo en la maquiladora lo estaba transformando. Como supervisor tenía que ser duro con los empleados y esa dureza la fue trayendo a la casa poco a poco, pero algo se había perdido en el camino con los años.
¿Cuándo fue que dejamos de platicar de verdad? ¿Cuándo fue que él dejó de verme como mujer y empezó a verme solo como la señora de la casa? No puedo precisar el momento exacto, pero sé que para 1995, cuando cumplimos 19 años de casados, ya éramos como dos extraños viviendo bajo el mismo techo. Para 1998, nuestra rutina era completamente mecánica. Roberto llegaba del trabajo a las 6 de la tarde, se sentaba en su sillón favorito, encendía la televisión y esperaba que le sirviera la cena.
Comía viendo las noticias sin dirigirme la palabra a menos que fuera para quejarse de algo. La sopa está muy salada. Este guisado ya lo hiciste la semana pasada. No hay tortillas calientes. Después de cenar se bañaba, se acostaba a ver televisión en el cuarto y se dormía. Los fines de semana eran para arreglar cosas de la casa, visitar a su mamá, ir a misa el domingo, siempre juntos en apariencia, pero cada uno en su mundo completamente separado.
Nuestra cama se había vuelto solo un lugar para dormir. Hacía más de año y medio que no teníamos intimidad real. Y cuando él lo intentaba, era algo tan frío, tan mecánico, tan sin amor, que yo prefería hacerme la dormida. Estoy muy cansada, Roberto, le decía. Y él gruñía, se volteaba hacia su lado y se dormía. No había caricias, no había besos, no había palabras tiernas. Era como si yo fuera solo un cuerpo ahí disponible para cuando él lo necesitara.