
Miguel Ángel, mi hijo mayor, se había ido a estudiar ingeniería a Ciudad de México, en la Universidad Nacional. Era un muchacho inteligente, serio como su papá, pero con un corazón más noble. Tenía 23 años y cada vez que hablaba por teléfono conmigo, me preguntaba si estaba bien, si necesitaba algo. Paloma, mi niña hermosa, se había casado el año anterior con un muchacho de Tijuana y se había ido a vivir allá. Tenía apenas 20 años cuando se casó y aunque me daba miedo que fuera muy joven, la verdad es que entendía su prisa por salir de casa.
El ambiente se había vuelto muy pesado. La casa que antes estaba llena de risas, de voces, de vida, ahora solo tenía nuestros silencios incómodos. Roberto llegaba del trabajo y el único sonido era el de la televisión. sus pasos pesados por la casa, el ruido de los cubiertos contra el plato durante la cena, habíamos perdido la capacidad de conversar. Mejor dicho, él había perdido el interés en escucharme. Roberto y yo nos conocimos en una quermes de la parroquia de San José en 1975, cuando yo tenía apenas 20 años y él 25.
Era un hombre guapo, entonces, moreno, de ojos verdes que brillaban cuando sonreía, alto, bien plantado, siempre muy serio, pero que sabía hacerme reír cuando quería. Trabajaba entonces como mecánico en un taller del centro, pero tenía ambiciones. Carmen me decía con esa voz ronca que me enamoraba, yo no me voy a quedar de mecánico toda la vida. Voy a estudiar, voy a superarme, vamos a tener una familia bonita. Me enamoró con esas pláticas largas en el portal de la casa de mis papás, hablando de los sueños que teníamos para el futuro.
En esa época, Roberto era tierno conmigo. Me llevaba serenatas los viernes por la noche. Me regalaba flores que cortaba del jardín de su mamá. Me escribía cartitas que yo guardaba en una caja de zapatos. Carmen Esperanza me decía, “Tú vas a ser la mamá de mis hijos, la dueña de mi corazón para toda la vida. Nos casamos en junio de 1976 en la misma parroquia donde nos conocimos. Fue una boda bonita, sencilla, pero llena de amor. Roberto se veía guapísimo en su traje gris que había apartado en abonos durante 6 meses.