¿Creen que a los 45 años una mujer ya no tiene derecho a decir que no, que después de 22 años de matrimonio tiene que aguantar todo lo que su marido quiera hacerle? Pues yo estoy aquí a mis 72 años para contarles que estaban muy equivocados. Mi nombre es Carmen Esperanza Morales. Nací y me crié aquí en Guadalajara, Jalisco. Y hoy quiero compartir con ustedes la historia más dolorosa, pero también más liberadora de mi vida. Una historia que comenzó con una noche en que mi esposo cruzó una línea que jamás debió cruzar.
Pasó por meses de silencio y humillación y terminó con una decisión que cambió todo para siempre. Si alguna vez te has sentido sin voz en tu propia casa, si has pensado que no tienes opciones, entonces quédate conmigo porque lo que me pasó esa noche del 15 de marzo de 1998 me enseñó que siempre, siempre tenemos el poder de decir basta, pero lo que no sabían es que esa noche no fue la primera vez y lo que pasó después me hizo entender que hay cosas que una mujer jamás debe permitir sin importar cuántos años lleve casada.
Esta abuela curiosa quiere saber hasta dónde puede llegar nuestra voz a través de esta bendita tecnología. Era marzo de 1998. Acababa de cumplir 45 años el 8 de febrero y mi vida parecía una película que ya había visto demasiadas veces.
La misma rutina día tras día, la misma sensación de vacío que me acompañaba desde hacía años. Me levantaba a las 5 de la mañana, preparaba el café de olla como le gustaba a Roberto. Mi esposo de 22 años tostaba las tortillas, freía los frijoles refritos que él siempre pedía para el desayuno. Roberto trabajaba como supervisor en una maquiladora de ropa aquí en la zona industrial de Guadalajara. Era un trabajo que le daba cierto estatus, pero que también lo había vuelto más rígido, más controlador con los años.
Él salía a las 6:30 de la mañana siempre con esa cara de hombre que carga el mundo en los hombros, siempre con ese humor de perros que había desarrollado especialmente en los últimos 5 años. Ya no era el hombre que me besaba en la frente con cariño antes de irse. Ahora apenas me daba un beso seco en la mejilla, como si fuera una obligación más de su rutina matutina. Nuestros hijos, Miguel Ángel y Paloma, ya no vivían en casa y la extrañaba terriblemente.