En su desesperación, Rosa decidió hacer un último intento con sus hijos. Tomó un taxi con los pocos pesos que le quedaban y fue hasta la casa de Carlos, que era la más cercana. Cuando llegó estaba completamente empapada. Tocó la puerta con esperanza, pensando que tal vez al verla en esas condiciones, su hijo mayor reaccionaría, recordaría todo lo que ella había hecho por él y le abriría las puertas de su casa. Carlos abrió la puerta y su expresión no fue de sorpresa ni de preocupación, fue de molestia.
Rosa intentó explicarle que no tenía donde quedarse, que solo necesitaba un lugar donde pasar la noche hasta que pudiera encontrar algo. Pero Carlos la interrumpió diciéndole que ella había firmado los papeles, que la casa estaba vendida, que ya habían dividido el dinero y que cada quien debía resolver su propia vida. Su esposa apareció detrás de él con una expresión igual de fría y le dijo que no podían recibirla porque tenían invitados y sería incómodo. Rosa no podía creer lo que estaba escuchando.
miró a los ojos de Carlos buscando algún rastro del niño que ella había mecido en sus brazos, del adolescente al que había consolado cuando tuvo su primera decepción amorosa, del joven al que había apoyado cuando comenzó su negocio prestándole sus propios ahorros. Pero esos ojos ahora eran fríos como el hielo. Con voz quebrada, Rosa le recordó todas las noches que ella pasó en vela cuando él estaba enfermo de pequeño, cómo había trabajado limpiando casas ajenas para pagarle sus estudios universitarios.
Cómo vendió sus pocas joyas para ayudarlo cuando su negocio casi quiebra hace 10 años. Carlos simplemente se encogió de hombros y dijo que eso era lo que las madres debían hacer, que era su obligación, que él no le había pedido nacer, ni que ella hiciera todos esos sacrificios. Rosa sintió que el mundo se derrumbaba a su alrededor. Antes de que pudiera decir algo más, Carlos cerró la puerta en su cara. Rosa se quedó ahí parada bajo la lluvia frente a esa puerta cerrada durante varios minutos.
podía escuchar risas adentro, el sonido de la televisión, la vida continuando normalmente mientras ella estaba ahí afuera, sola y abandonada con las pocas fuerzas que le quedaban, Rosa caminó hasta la casa de Laura. El trayecto fue agotador. Sus piernas, todavía débiles por la fractura de cadera, le dolían terriblemente. La lluvia había empapado su ropa hasta los huesos y comenzaba a sentir un frío que le calaba el alma. Cuando finalmente llegó a la casa de Laura, tocó la puerta con esperanza renovada.