momento, el teléfono de Miguel vibró dentro de una bolsa de plástico.
La pantalla se iluminó con el nombre Valeria. Me quedé mirando ese nombre con el corazón latiendo a mil por hora. Parte de mí quería contestar, gritarle, preguntarle cómo podía ser tan cruel. Pero no lo hice. No podía enfrentarme a su voz fría. No después de todo lo que había pasado. Dejé que el
teléfono sonara hasta que la pantalla se apagó. Luego guardé la bolsa en mi bolso y salí de la oficina administrativa.
Fui a la morgue donde habían llevado a Miguel para prepararlo para el funeral. El empleado me entregó un documento pidiéndome que lo firmara para trasladarlo a la funeraria militar. Tomé la pluma, pero mi mano temblaba tanto que la firma quedó en garabatos. ¿Está bien? Preguntó el hombre, mirándome
con preocupación. Asentí, pero sabía que no lo estaba.
¿Cómo podría estarlo si acababa de perder a mi único hijo? Terminé de firmar. Me levanté y salí de la morgue, sintiendo que cada paso arrastraba una piedra enorme. Al salir del hospital, por fin dejé que las lágrimas cayeran. Me quedé de pie junto a la acera, el sol quemando mis hombros. Pero no
sentía nada más que dolor.
Dolor por Miguel por haber soportado solo sus últimos días sin su madre al lado, sin nadie que le tomara la mano. Me culpaba por los años que pasé absorbida en el trabajo, en mis misiones por el mundo. Pensé que enviar dinero era suficiente. Que Valeria cuidaría de él. Pero me equivoqué. El mayor
error de mi vida fue dejar a mi hijo en manos de alguien como ella. En medio del dolor y el remordimiento, la imagen de Valeria volvió a aparecer.
Nítida y cruel. Recordé su voz cortante al teléfono, la música a todo volumen, las risas en un yate. Se gastó mi dinero, el que yo enviaba para cuidar de Miguel en darse lujos mientras mi hijo luchaba contra la muerte. No solo lo abandonó, sino que fue indiferente al saber que había muerto. Esa
crueldad era como un cuchillo afilado, cortándome por dentro, llenándome de dolor y rabia.
Quería gritar. Enfrentarla. Preguntarle por qué trató así a Miguel, pero sabía que aún no era el momento. Tenía que mantener la calma y hacer lo mejor para mi hijo, aunque él ya no estuviera aquí. Saqué el teléfono y marqué el número del teniente coronel Javier Ortega, un viejo amigo del ejército
que ahora trabajaba en la Agencia de Administración Financiera Militar.
Javier, necesito verte hoy mismo dije con firmeza, aunque las lágrimas seguían corriendo por mis mejillas. ¿Valentina, Qué pasa? ¿Estás bien? Preguntó con preocupación. Te lo contaré cuando nos veamos. Por favor, consígueme una cita urgente. Javier aceptó de inmediato y me pidió que fuera a su