oficina al final de la tarde.
Colgué sintiendo que acababa de encontrar un pequeño punto de apoyo en medio de la tormenta que me envolvía. Tomé un taxi y volví a la casa de Miguel en el número 420 de la calle Las Palmas. Sentada en el asiento, apreté con fuerza el reloj de bolsillo de mi padre, el mismo que he llevado conmigo
durante 40 años. Era el símbolo de la promesa de volver a casa. Pero ahora sabía que había vuelto demasiado tarde.
Frente a la puerta de Miguel. Sentí como el manojo de llaves tintinea suavemente en mi mano mientras buscaba la correcta. Mis dedos tocaron una pequeña llave helada, la que había guardado todos estos años como un hilo que me mantenía unida a mi hijo. Abrí la puerta y un olor a humedad y encierro me
golpeó de frente. Como si la casa hubiera sido olvidada por mucho tiempo.
Encendí el interruptor y la luz amarillenta iluminó una sala desordenada. Copas de vino con restos secos estaban tiradas sobre la mesa. El polvo cubría la madera y cajas vacías de comida rápida se amontonaban en el suelo. Me quedé inmóvil mirando alrededor. Este había sido el hogar de Miguel. El
lugar donde creía que mi hijo vivía feliz con Valeria.
Pero ahora no era más que un caos. Igual que mi corazón en ese momento. Arrastré la maleta, la dejé junto al viejo sofá y caminé hacia el escritorio de Miguel en la esquina. Un sobre marrón estaba tirado entre papeles. Lo abrí y sentí como el corazón me latía con fuerza al revisar una por una las
facturas que contenía.
Una decía claramente Renta de yate. Mar de Cortés, 150.000 $. Pagado con la tarjeta de crédito de Miguel Pérez. La fecha era de la semana pasada, justo cuando Miguel estaba en la U.C.I. Pasé a la siguiente y la sangre me hirvió. Joyería Cartier 195.000 $. Fecha de hace tres días. Apreté el papel con
tanta fuerza que las uñas se clavaron en mi palma.
Valeria había usado el dinero de mi hijo. El dinero que yo envié para cuidarlo, para rentar un yate y comprar joyas. Mientras Miguel luchaba por su vida. Saqué el teléfono. Fotografié cada factura, cada cifra, cada fecha, y las guardé cuidadosamente en una carpeta aparte. Cada clic era como una
puñalada en el pecho.
Pero no podía detenerme. Necesitaba pruebas. Necesitaba la verdad para enfrentar a Valeria. Abrí la aplicación de videollamadas y marqué su número. La pantalla se iluminó y apareció Valeria de pie en la cubierta de un yate con el mar azul intenso de fondo y sus amigos riendo a carcajadas. Llevaba un
vestido de seda con un enorme logo de Chanel en el pecho.
Gafas de sol caras y un cóctel en la mano. Esa imagen fue como una bofetada en mi cara. ¿Qué pasa? Preguntó Valeria con un tono distraído, como si yo la estuviera molestando. Respiré hondo y mantuve la voz lo más calmada posible, aunque por dentro ardía. Sabes que Miguel ha muerto y sigues tan