señalando a Miguel.
Tiene cáncer de estómago en fase terminal. La situación es muy grave. Si se hubiera tratado antes, quizá habría sido diferente. Su voz era plana, como si hablara de un caso cualquiera, pero cada palabra era un cuchillo en mi pecho. Cáncer. Fase terminal. Repetí con la voz temblorosa, sin creer lo
que escuchaba.
Una hora antes me había imaginado abrazándolo, escuchándolo contarme cómo habían sido sus días sin mí. Pensé que lo vería sano, sonriendo. No así, atrapado entre máquinas sin vida. ¿Cómo pasó esto? ¿Por qué nadie me avisó? Pregunté casi suplicando. El doctor Julián negó con la cabeza con un destello
de compasión. Nadie ha venido a verlo desde que ingresó.
Intentamos contactar a la familia, pero no fue posible. Nadie vino a verlo. Esa frase me golpeó directo al pecho. Valeria, mi nuera, en quien confié para cuidar de Miguel. ¿Dónde estaba? Recordé las palabras de doña Teresa. La publicación en redes. El yate. Las fiestas. La rabia me quemó, pero fue
ahogada por el dolor.
Me acerqué a la cama y tomé su mano fría. Su piel era fina como papel, con venas azules marcadas. Miguel, soy mamá. Susurré conteniendo las lágrimas. Ya estoy aquí, hijo. De pronto, sus labios se movieron, sus párpados temblaron y abrió los ojos. Estaban nublados, pero con un brillo familiar. Mamá
murmuró tan débil que tuve que inclinarme para oírlo.
Mamá, te amo. Antes de que terminara, la máquina de ritmo cardíaco, emitió un pitido largo y agudo cortando el aire. Me aferré a su mano. Miguel. No, hijo. Grité, pero el doctor Julián me apartó llamando a las enfermeras. Salga. Déjenos trabajar. Ordenó con firmeza. Me sacaron al pasillo. Miré por
la ventana mientras las enfermeras corrían. Sonaban máquinas. Voces urgentes.
Todo mezclado. Me cubría el rostro, llorando sin control. Por favor, no te lo lleves repetía. Como si eso pudiera retenerlo. Pero minutos después, el doctor Julián salió. Se quitó los guantes y negó con la cabeza. Lo siento mucho dijo con voz grave. Hicimos todo lo posible. Sentí que me vaciaba por
dentro.
Mis piernas cedieron y salí tambaleando de la UCI sin atreverme a mirar la sábana blanca cubriendo su rostro. Miguel se había ido. Justo cuando acababa de volver no alcancé a decirle cuánto lo amaba ni que lamentaba haberlo dejado solo. Me quedé en el pasillo, bajo una luz fría y blanca, sintiendo
un vacío inmenso, como si el mundo entero se hubiera derrumbado.
Saqué el teléfono con las manos temblando y marqué el número de Valeria. Del otro lado se escuchaba música fuerte, risas y voces, como si estuviera en medio de una fiesta. ¿Qué pasa? Respondió Valeria con un tono seco, sin el menor interés. Respiré hondo, tratando de mantener la voz firme. Miguel
murió. Hubo unos segundos de silencio y luego contestó como si hablara del clima.
Así. Estoy ocupada. Hablamos después. La llamada se cortó. Me quedé inmóvil. El teléfono resbaló de mi mano y cayó al suelo. Valeria no preguntó nada. No mostró tristeza. Estaba de fiesta mientras mi hijo acababa de dar su último suspiro. Me di la vuelta y caminé hacia la salida del hospital. Afuera