Hija de banquero. Desapareció en gala benéfica en Monterrey en 1999, 7 años después mesero haya esto. -DIUY

Sin pensarlo más, salí a la calle y levanté la mano para detener otro taxi al hospital San Rafael.
Lo más rápido que pueda. Le dije al conductor, casi en tono de orden. Decenas de preguntas se agolpaban en mi mente. ¿Qué le había pasado a mi hijo para que necesitaran llevarlo de urgencia? ¿Y mi nuera? ¿Cómo podía estar celebrando una fiesta de lujo mientras mi hijo yacía enfermo en un hospital?

Sentada en el taxi, sentía el corazón arder en el pecho.
Apreté con fuerza el reloj de bolsillo, tanto que los nudillos se me pusieron blancos. Miguel, mi hijo, el niño que corría tras de mí en la playa, que me abrazaba cada vez que volvía de mis largos viajes de trabajo. Ahora estaba en un hospital. Y yo, La madre que había dedicado su vida a proteger

al país. Ni siquiera sabía que mi hijo me necesitaba. Me culpaba por los meses y años, enviando sólo dinero, creyendo que eso bastaba para que él tuviera una buena vida.
Pero ahora sólo quería llegar junto a Miguel, Verlo, saber que estaba vivo, que estaba bien. El taxi se detuvo frente a la entrada del Hospital San Rafael y el sol del mediodía me deslumbró. Pagué al conductor, arrastré mi maleta por la entrada y traté de controlar mi respiración para no ceder al

pánico que amenazaba con desbordarse.
El vestíbulo estaba abarrotado, con voces, pasos y el altavoz llamando a pacientes como una música caótica. Fui directo al mostrador de recepción donde una joven enfermera revisaba expedientes. Busco a Miguel Pérez. Dije con la voz seca, como si cada palabra me costara un esfuerzo enorme. La

enfermera levantó la vista, me miró un instante y hojeó rápidamente unos papeles.
Está en cuidados intensivos. 5.º piso, habitación 512. Respondió con un tono mecánico, como si fuera un aviso más de la rutina. No tuve tiempo de agradecerle y me lancé hacia el ascensor. Por favor, sostenga la puerta. Pedí al ver que estaba por cerrarse.

Un hombre de mediana edad extendió la mano para detenerla y esperó a que entrara en la cabina estrecha. El olor penetrante de desinfectante me golpeó y tuve que contener las ganas de vomitar. Cuando las puertas se abrieron en el 5.º piso, el pasillo de la UCI se extendía frío y silencioso, sólo

roto por el pitido constante de los equipos médicos. Caminé rápido mis viejas botas militares resonando con un golpeteo seco sobre el piso de baldosas.
La puerta de la habitación 512 estaba entreabierta y una luz blanca se filtraba desde dentro, haciéndome dudar un segundo. La empujé despacio, como si temiera romper algo frágil. Miguel estaba ahí, en la cama blanca, rodeado de tubos y máquinas. Sus ojos cerrados, el rostro pálido, tan delgado que

casi no lo reconocí.
El respirador ajustado a su boca. Cada respiración tan débil que yo contenía la mía para escucharla. Sentí el corazón oprimido. Ese no era mi Miguel. No era el niño que corría detrás de mí en la playa. Ni el hombre que me abrazaba fuerte cada vez que volvía de un viaje de trabajo. Era sólo una

sombra, una versión destrozada de mi hijo.
Un médico estaba en la esquina de la habitación con una placa que decía Julián. Revisaba los indicadores en la pantalla, con la mirada concentrada, pero fría. ¿Se giró hacia mí y preguntó Es usted familia del paciente? Asentí con la voz entrecortada. Soy la madre, Valentina. Él asintió levemente,

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