copias que Armando había revisado.
Una empleada judicial, una mujer de mediana edad, con mirada cansada, recibió los documentos y confirmó la audiencia. Será en las próximas 72 horas. Le avisaremos. Asentí. Le di las gracias y salí. El sol de la paz golpeaba fuerte, pero yo sólo sentía frío. Todo lo que hacía era por Miguel. Pero
cada paso me recordaba que él ya no estaba aquí. Por la tarde fui a la funeraria militar para completar los trámites del sepelio de Miguel.
El uniforme que mandé hacer para él ya estaba listo. Un uniforme militar azul oscuro, igual al que yo usaba cuando era joven. El encargado de la funeraria, un viejo veterano, puso su mano sobre mi hombro. Será enterrado con todos los honores. Teniente Coronel Valentina. Dijo con voz grave y triste.
Asentí sin poder hablar, mirando el uniforme doblado sobre la mesa, con la pequeña medalla brillando bajo la luz. Imaginé a Miguel con esa ropa, pero la imagen sólo hizo que el corazón me doliera más. Mi hijo debería estar vivo, sonriendo a mi lado. Cuando regresé a la casa de Miguel ya estaba
anocheciendo. Abrí la puerta, entré y vi un sobre blanco que había pasado por debajo de la puerta, tirado sólo en el piso. Lo recogí, lo abrí y encontré un papel escrito a mano con la letra de Valeria.
Valentina. Podemos arreglar esto entre nosotras. Necesito dinero para pagar deudas. Por favor, no lleves las cosas tan lejos. Lo leí de nuevo. Cada palabra era como una bofetada en la cara. No pedía perdón. No mencionaba a Miguel ni una sola palabra de dolor. Todo era sobre dinero. Como si la muerte
de mi hijo fuera sólo un pequeño obstáculo en su vida de lujos.
Doblé la carta, la puse en el expediente de pruebas y no respondí. Valeria no merecía ni una palabra mía. La mañana del juicio me paré frente al espejo en la casa de Miguel, vistiendo el uniforme de gala azul marino que no había tocado en años. Las medallas en mi pecho brillaban bajo la luz, cada
una con una historia de mis días sirviendo al país. Pero hoy no lo llevaba para recibir gloria.
Lo llevaba para enfrentar a Valeria, para reclamar justicia por mi hijo. Me acomodé el cabello, apreté en mi mano el reloj de bolsillo de mi padre y salí. El viento del mar soplaba trayendo el salado de la paz, pero por dentro sólo tenía una determinación fría. La sala del tribunal era amplia. La
luz blanca de los focos de neón caía, sobre todo haciéndolo ver nítido y frío.
El olor a madera vieja y húmeda de las bancas llenaba el lugar como si el tiempo se hubiera detenido ahí. Entré con el expediente apretado contra mi pecho, Armando Ruiz a mi lado, con la mirada aguda pero serena del otro lado. Valeria ya estaba sentada con un vestido Gucci ajustado, el cabello