Los murmullos se transformaron en quejas, luego en gritos indignados. Pero ya nada de eso me afectaba. Los conocía demasiado bien. Sabía que no lloraban por cariño hacia mis abuelos, sino por el dinero que nunca recibirían.
Por un momento, pensé que se marcharían derrotados, pero entonces mi tío menor, Julián, murmuró:
—Esto no se va a quedar así. Sabemos cosas. Podemos contar cosas.
Sonreí, muy tranquila.
—Y yo también. Cosas verdaderas. Cosas documentadas. Cosas que ustedes, si fueran listos, no querrían que un juez viera.
El abogado me tocó el hombro con delicadeza.
—Es suficiente por hoy, ¿te parece?
Mi familia retrocedió, desconcertada, furiosa y, por primera vez en mucho tiempo, asustada.
Pero lo que ocurrió al día siguiente… eso nadie lo vio venir, ni siquiera yo.
La mañana siguiente comenzó con una llamada inesperada. Era el abogado. Su voz sonaba tensa, demasiado seria, incluso para él.
—Necesito que vengas a la oficina. Hay algo… que no puede esperar.