Vi cómo sus rostros se tensaron, pero no dije más. Cerré la puerta en sus narices, dejándolos con la duda, el arma más fuerte que podía usar contra ellos.
Durante los días siguientes, las amenazas no pararon: mensajes, llamadas, incluso notas en mi buzón. Ellos asumieron que yo estaba sola, que sería fácil intimidarme. Lo que no sabían era que yo llevaba meses preparándome para el momento en que, tarde o temprano, intentarían arrebatarme lo que mis abuelos quisieron dejarme.
Cuando llegó el viernes, escuché motores afuera. Camiones de mudanza. Voces riendo. Mi familia bajó de los autos con una seguridad insultante.
Y entonces… se quedaron congelados en la entrada al ver quién los esperaba sentado en el porche.
La escena era casi cinematográfica. Mi familia avanzaba por el camino de entrada como un ejército victorioso, seguros de que habían ganado una batalla que ni siquiera me habían permitido pelear. Venían con cajas vacías, con los brazos cruzados y ese aire de superioridad que solo se les veía cuando creían tener la razón absoluta. Pero en cuanto levantaron la mirada hacia el porche, todo ese orgullo se evaporó.
Allí, sentado tranquilamente en una silla de madera, estaba el abogado de mis abuelos, acompañado por un hombre corpulento vestido con traje oscuro: mi propio asesor legal, a quien había contratado discretamente semanas atrás.