Mi madre fue la primera en reaccionar, aunque su intento de sonrisa se vio torpe y tensa.
—¿Qué… qué es todo esto? —tartamudeó.
El abogado se levantó despacio, acomodándose los lentes.
—Señora, como ya se le explicó, esta propiedad y todos los bienes asociados pertenecen exclusivamente a su hija. Y cualquier intento de entrar sin su consentimiento sería considerado allanamiento de morada.
Las mandíbulas se tensaron, los ojos se abrieron. Era evidente que jamás se imaginaron que yo tomaría medidas legales. Para ellos, seguía siendo la niña frágil, la que nunca levantaba la voz, la que soportaba sus decisiones sin oponerse.
Pero habían subestimado demasiado.
Mi tío Ricardo dio un paso al frente.
—Mira, muchacha, no hagas esto más difícil. Esta casa siempre fue de la familia.
—Y sigue siendo de la familia —respondí—. Solo que yo soy la única familiar a la que mis abuelos consideraron digna.