“¿Qué… cómo es posible?”, intentó decir mi padre, jadeando.
“Es simple”, continué, viendo cómo sus ojos se llenaban de horror y desconcierto. “Vendiste el apartamento, nos dejaste sin hogar, le diste el dinero a un desconocido, y ahora te sorprende que las consecuencias te hayan pasado factura.”
¿Tú?
Mi madre quiso protestar, pero las palabras se le atascaron en la garganta. Vi cada mirada temblar de miedo. Sabía que en ese momento mi verdad era la que más me golpeaba.
“¿Creías que perdonaríamos todo esto en silencio?”, añadí. “¿Creías que podías controlar nuestras vidas, como si fuéramos tus marionetas?”
Un silencio opresivo invadió la habitación. Las palabras que había pronunciado los impactaron como una descarga eléctrica. Se quedaron en el umbral, inmóviles, como si comprendieran por primera vez la gravedad de su decisión. Sentí a Mijaíl Stepanovich tensarse a mi lado, tomándome de la mano. Sabía que la verdad siempre es más fuerte que una mentira, aunque sea difícil de decir.
“No… no esperábamos…” empezó mi padre en voz baja, pero lo interrumpí: