Pasó el tiempo. Svetlana creció, se convirtió en una estudiante aplicada, luego en universitaria y, finalmente, en una mujer exitosa en Kiev. Artem permaneció cerca de nosotros, haciéndonos pequeños favores constantemente, arreglando enchufes, trayendo la compra. A menudo pensaba que era como una extensión de nuestro hogar, el que lo mantenía unido cuando ya no podíamos arreglárnoslas solos.
Pero la vida, como suele ocurrir, empezó a presentarnos desafíos. Mikhail Stepanovich empezó a enfermar: hipertensión, infartos, debilidad. Cada día, cuando no podía levantarse de la cama solo, Artem se nos aparecía como un ángel de la guarda. Llegaba literalmente diez minutos después de la llamada, nunca tarde. Svetlana, a pesar de su amor por su familia, solo podía enviar dinero. Y lo entendí: era una elección.
Mikhail Stepanovich y yo discutimos largo y tendido sobre quién se quedaría con el apartamento. La decisión no fue fácil. Entendíamos que el dinero era importante, pero más importante aún eran quienes nos apoyaban, quienes compartían nuestras alegrías y tristezas. Al final, firmamos una escritura de donación a nombre de Artem. Svetlana escuchó nuestra decisión por teléfono. Guardó silencio unos segundos y luego dijo en voz baja: «Es tu decisión». En su voz percibí simultáneamente resentimiento, comprensión y amor: una extraña combinación imposible de describir con palabras.
Artem se mudó con nosotros tras vender su apartamento de una habitación y empezó a reformarlo enseguida. Cada día se esforzaba por hacer nuestra casa acogedora, reorganizando los muebles, eligiendo el papel pintado, instalando fontanería nueva. Todo parecía ir según lo previsto. Pero pronto empezó a hablar de grandes negocios, de una casa en el campo y de cómo el dinero que había quedado libre tras la venta debía invertirse «para que creciera».