Hace treinta años, Mijaíl Stepanovich y yo cruzamos por primera vez el umbral de nuestro apartamento en Kremenchuk. El gris edificio de cinco plantas, casi anodino desde fuera, nos abrió un mundo entero en el interior: nuestro mundo. Iba de la mano de Svetlana, y el pequeño Artem ni siquiera había nacido. Poco sabíamos entonces que este apartamento se convertiría en algo más que un hogar para nosotros, en un verdadero reino, donde cada rincón albergaría los recuerdos, las alegrías y las preocupaciones de toda una generación.
Han pasado muchos años desde entonces. Svetlana creció, se mudó a Kiev y se convirtió en una mujer exitosa, el orgullo de nuestra familia. Artem permaneció cerca, siempre dispuesto a ayudar. Cada decisión que tomaban, cada paso que daban en sus vidas, parecía escribirse silenciosamente en la historia de nuestra familia, dejando huella en quienes permanecieron cerca.
Pero la vida a menudo tiende trampas donde menos te lo esperas. Y ninguno de nosotros podría haber imaginado que el pequeño apartamento que una vez adquirimos con tanta dificultad y alegría se convertiría en una fuente de pruebas, traiciones y dolorosas lecciones.
Fue aquí, entre estas paredes, donde se desarrolló una historia que nos conmovió a todos: una historia de confianza y traición, de lo fácil que cambia la vida cuando el dinero y la ambición entran en juego.
El apartamento en Kremenchuk fue nuestra primera verdadera victoria. Un apartamento de tres habitaciones con aparadores que albergaban cristales, un piano en un rincón del salón, una habitación infantil donde aún colgaban papeles pintados con imágenes de ositos de peluche… Todo nos parecía un pequeño paraíso. Recuerdo a Svetlana dando vueltas por la habitación con deleite, admirando el nuevo papel pintado, y a Mikhailo Stepanovich, tomándole la mano, diciéndole: «Este es tu hogar, hija mía, este es tu mundo».