Habiendo sorprendido a su marido con una joven belleza, la esposa no hizo ningún escándalo, pero 5 días después le dio una sorpresa inesperada.

El aire nocturno de San Petersburgo la envolvió como un pañuelo húmedo. Caminó sin rumbo fijo durante unos minutos, hasta que se encontró en la plaza donde solía llevar a su hija de pequeña, cuando aún creía que el amor era algo firme, algo que podía sostenerse con recuerdos y compromiso.

Sacó su teléfono. Había guardado durante años un número que nunca pensó usar. No era el de un abogado. Era el de Elena, su amiga de juventud que vivía en Lisboa, y que años atrás le dijo: “Cuando decidas vivir por ti, ven. Tengo una habitación con tu nombre.”

Marina marcó el número. Elena respondió al segundo timbre.

—¿Marina?

Ella sonrió, por primera vez en mucho tiempo.

—Estoy lista.

Esa noche no volvió a casa.

No por rabia. No por venganza.

Sino porque, por fin, entendió que merecía algo más que sobrevivir en una historia donde ya no era protagonista.

Tres semanas después, Lisboa la recibió con sol. Marina respiró el aire salino del Atlántico y sintió, en el fondo de sus huesos, que estaba exactamente donde necesitaba estar. Elena la abrazó con fuerza, como si el tiempo no hubiese pasado.

—Te ves diferente,—dijo Elena. —Te ves viva.

Y así era. Marina comenzó a redescubrirse. Aprendió portugués con torpeza pero entusiasmo. Tomó fotografías de los azulejos antiguos, caminó sin reloj, tomó cafés mirando el mar. Consiguió un trabajo en una pequeña librería, donde los días transcurrían entre versos y voces amables.

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