Había llevado a su amante al teatro. Y entonces, de repente, su esposa salió de una limusina. Se preparó para un escándalo, pero su esposa pasó a su lado sin siquiera mirarlo.

Fue entonces cuando el destino, cansado de la arrogancia de Artour, la condujo a un hombre que se convirtió en su guía hacia un nuevo mundo. Un hombre que, sin el menor atisbo de coqueteo, le reveló con calma y respeto algo esencial: que ella, Viktoria, poseía un valor intrínseco e inalienable. No como la esposa de Artour. No simplemente como la madre de Anton. Sino como Viktoria. El valor de su persona, su mente, su alma.

Este hombre era Mark Semionov. Un arquitecto renombrado y exitoso. Sereno, con canas en las sienes, culto y unos diez años mayor que Artour. Dueño de una prestigiosa firma. Un hombre dotado de un don excepcional: el arte de escuchar de verdad. Su conversación comenzó con los planes de renovación de su casa de campo. Viktoria hizo preguntas sobre materiales y estilos; él respondió con esmero, atento a cada una de sus ideas, incluso a las más incipientes. Pronto, sus conversaciones trascendieron el ámbito profesional. Podían hablar durante horas sobre arte, libros y la vida. Y, por primera vez en mucho tiempo, Viktoria sintió que la gente no solo la escuchaba. La veían. De verdad.

Viktoria no se arrojó a sus brazos en busca de consuelo. Apoyándose en ese apoyo, tomó una decisión que lo cambió todo. Mark se ofreció a ayudarla a “encontrarse a sí misma”. No como amante, sino como amigo. Como aliado y testigo de su gran metamorfosis.

Y Viktoria comenzó a cambiar. No de golpe, sino como quien desabrocha un botón. No se apuntó a un gimnasio, sino a clases de tango, donde se aprende a escuchar no solo la música, sino también el propio cuerpo. Consultó a una psicóloga, no para quejarse de su marido, sino para aclarar lo que sucedía en su interior. Renovó su guardarropa, deshaciéndose de la ropa anónima y cómoda para adoptar vestidos con los que se sentía fuerte y hermosa. No para Artour. Para ella misma, exclusivamente. Se sumergió en libros sobre finanzas, independencia psicológica y derecho de familia, transformándose de víctima a experta en su propio futuro.

Artour, cegado por el brillo de Lilia, no veía nada. Demasiado ocupado dejándose envolver por su adoración.

Una noche cualquiera, Viktoria simplemente le dijo durante la cena: «Cariño, me voy a Lyon el fin de semana que viene. Con Irina». Sin apartar la vista de su móvil, se encogió de hombros: «Claro. Que lo disfrutes».

Viktoria se marchó. Pero no a Lyon, ni con una amiga. Fue a encontrarse con el terror de los abogados de familia: una mujer de mirada gélida, cuya reputación podía hacer temblar incluso a los abogados corporativos más curtidos. Y cuando regresó, no traía consigo un simple plan. Era un plan estratégico de aniquilación total e irrevocable. Divorcio, reparto de bienes a su favor, custodia de su hijo. Y más aún: una humillación pública, perfectamente orquestada y elegante. Porque Viktoria sabía intuitivamente que la verdadera venganza no son gritos ni platos rotos. La verdadera venganza es mostrarle a un hombre —y al mundo— en silencio que ha perdido sin siquiera oponer resistencia.

Artour, en las escaleras de mármol de la ópera, sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Viktoria se había desvanecido en el portal luminoso junto con el desconocido.

El mundo seguía girando: damas con abrigos de piel de marta, caballeros con frac, risas, charlas, el tintineo de joyas. Nadie miraba a aquel hombre cuyos pies acababan de ser arrancados del suelo.

—Cariño, ¿vamos a estar atrapados aquí toda la noche? Tenemos entradas, ¿no? —espetó Lilia, más molesta que preocupada.

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