Había llevado a su amante al teatro. Y entonces, de repente, su esposa salió de una limusina. Se preparó para un escándalo, pero su esposa pasó a su lado sin siquiera mirarlo.

Pero en casa… en casa, reinaba otro mundo. Tranquilo, predecible, meticulosamente ordenado. Viktoria nunca se quejaba. La esposa ideal, el mecanismo de relojería de su vida cotidiana. Se levantaba a las seis para que el café ya humeara en la mesa cuando él despertara y la tostada estuviera dorada. Le preguntaba cómo le había ido el día, y él, con la nariz pegada al móvil, murmuraba una palabra, un fragmento de frase. Por la noche, ella servía la cena, esbozaba su sonrisa serena, ligeramente distante, y hablaban de nimiedades, de su hijo. Su hijo Anton, de quince años, en plena adolescencia. Hablaban de la gotera del techo, de una noche de fiesta con amigos, de un libro nuevo. Artour asentía con la cabeza, murmurando en respuesta sin prestar atención. Su mente estaba en otra parte, absorta en el frenético mundo de los grandes negocios y las reuniones clandestinas, donde le aguardaban la admiración y la embriaguez.

Entonces, en su oficina —aquel hormiguero de cristal— apareció Lilia. Radiante, de veintiséis años, con una cascada de cabello castaño y una risa cristalina. Directora de marketing. Miraba a Artour como a un semidiós, pendiente de cada palabra que decía, se reía de sus chistes malos, le cruzaba la mirada más allá del despacho diáfano. Le ofrecía lo que él creía que Viktoria ya no podía darle: el embriagador néctar de la admiración, la juventud y la adoración incondicional.

Un primer café en la esquina. Un primer almuerzo de negocios que derivó en confidencias. Un primer mensaje de texto a altas horas de la noche: «Echo de menos tu risa en la oficina». Una primera mentira, tan fácil: «Tengo que quedarme hasta tarde, cariño, es una emergencia grave». Viktoria respondería: «Lo entiendo. No te apresures. Te esperaré». Y él estaba seguro de que ella lo esperaba. De que lo esperaba.

Cuando regresó, la cena se había enfriado. Lo que él ignoraba —lo que ni siquiera podía imaginar— era que Viktoria no lo esperaba. Esperaba pruebas. Esperaba certezas, como un depredador antes de atacar. Esperaba el momento perfecto, calculado al milímetro, para asestar el golpe.

Porque Viktoria ya no era la criatura tranquila y modesta que había parecido durante todos esos años. Bajo la apariencia de una ama de casa ejemplar, algo chapada a la antigua, se escondía la mente aguda de una ajedrecista que anticipaba veinte jugadas, y la paciencia de acero de una cazadora al acecho. Las primeras grietas, casi invisibles, en la fachada de su matrimonio aparecieron hacía casi seis meses. Un aroma femenino, ajeno, impregnaba el cuello de su camisa. Una leve sonrisa, casi imperceptible, que a veces cruzaba su rostro al leer un mensaje; una sonrisa que no le había dedicado en años. Su iPhone, ese fiel compañero, aparecía cada vez con más frecuencia boca abajo sobre la mesa, como si se avergonzara de su contenido.

Viktoria no había montado un escándalo, ni había llorado en la almohada por las noches. Actuaba con la fría metodología de una agente de inteligencia. Fue al banco a abrir una cuenta aparte, donde empezó a guardar el dinero de los “regalos” que él le daba a regañadientes. Compró una elegante libreta de cuero y comenzó a anotar cada gasto extraño, cada impuntualidad en la oficina, cada fragmento de mensaje que aparecía inesperadamente en la pantalla de su teléfono. Entonces, gracias a una sobrina experta en tecnología, descubrió su nombre: Lilia Dubois. Pero incluso entonces, con todos los hilos en la mano, seguía sin saber cómo desenredar aquella red de mentiras. Cuál debía ser la respuesta adecuada.

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