Había llevado a su amante al teatro. Y entonces, de repente, su esposa salió de una limusina. Se preparó para un escándalo, pero su esposa pasó a su lado sin siquiera mirarlo.

Entró en la ópera del brazo de un desconocido, y en ese instante, su mundo perfecto se desmoronó, dejando al descubierto las ruinas que él mismo había construido. Las dos entradas para la función —esos preciados trozos de papel con los que se hacía el esteta— casi se le escapan de los dedos entumecidos a Artour al ver la limusina negra, pulida como un espejo, detenerse suavemente bajo el pórtico iluminado de la Ópera. El aire de aquella fría noche parisina era una densa mezcla de asfalto mojado, perfumes caros y una expectación febril. Sus dedos se apretaron, casi instintivamente, sobre la mano de Lilia: joven, radiante, aún ajena a que no era más que una pieza en el juego de otro. Entonces, como a cámara lenta, la puerta mate del coche se abrió.

Y allí estaba ella. Viktoria. No como esposa, ni como la sombra habitual en su vida, sino como una diosa fría y calculadora, sedienta de venganza, envuelta en un vestido burdeos intenso que, sin duda, valía más de tres meses de sueldo. La seda fluía sobre ella como cobre fundido, brillando bajo los focos. Ni siquiera le dirigió una mirada, como si no fuera nada, un fantasma indigno de la más mínima atención. Artour se quedó paralizado mientras Viktoria —su Vika, la mujer que, durante quince años, le había preparado el café de la mañana, planchado sus camisas a la perfección y escuchado en silencio sus interminables monólogos en la cena— entraba en el templo del arte con la barbilla en alto. Su mano descansaba en el hueco del brazo de un hombre con un esmoquin impecable, cuya presencia y serena confianza exudaban riqueza y poder.

Artour no había visto jamás a este hombre. El desconocido se inclinó hacia ella, le susurró algo y la comisura de sus labios tembló con una sonrisa genuina, casi imperceptible. La sostuvo con la delicadeza reservada para lo verdaderamente precioso, con una reverencia que, al parecer, Artour jamás había sentido por ella.

—Artour, cariño, ¿quiénes son estas personas? —susurró Lilia, y en su voz vibró la primera nota de preocupación, ya más fuerte que la alegría de la tan esperada velada.

Artour no respondió. No podía. Un nudo invisible de vergüenza y lucidez le oprimía la garganta. Porque, en ese gélido segundo, la horrible verdad lo golpeó de lleno. Viktoria lo sabía. Lo sabía desde hacía mucho tiempo. Y esta noche, esta ópera, este «encuentro»… nada de ello era casual.

No se trataba solo de una demostración de fuerza. Era una declaración de guerra fría y meticulosamente planeada, lanzada sin disparar un solo tiro. Una guerra que ya había perdido sin siquiera saber que había comenzado.

Artour siempre se había considerado el niño mimado de la fortuna, un «niño prodigio» destinado a un futuro brillante. Jefe de departamento en una respetable y sólida empresa de informática de gama media, conducía un Audi A6 nuevo cuyo interior olía a cuero y plata, lucía un reloj suizo con un agradable peso en la muñeca y atraía las miradas, entre la admiración y la envidia, de sus colegas. Para él, el éxito tenía un aroma tangible: cuero, tabaco de lujo y whisky añejo que dejaba un regusto amargo a victoria.

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