Gano 500 mil pesos al mes, pero fue mi madrastra quien me presentó a una viuda. Seis meses después, entre lágrimas, tuve que agradecerle…

Me llamo Arturo Ramírez, este año cumplí 30. Estudié una maestría en finanzas en la UNAM y actualmente soy director de inversiones en una firma extranjera en Ciudad de México. Gano alrededor de 500 mil pesos al mes. Para mis amigos y colegas, soy casi un “ejemplo”: educación, estabilidad, departamento propio en la capital, una camioneta de lujo.

Pero detrás de esa fachada pocos saben que mi infancia estuvo marcada por la falta de afecto, no de dinero.

Cuando tenía 10 años, mi madre biológica murió de cáncer. Recuerdo el funeral, sentado en una esquina, preguntándome: “¿Por qué mi mamá?”

Unos años después, mi papá se volvió a casar con una mujer llamada Ángela. La rechacé de inmediato, solo porque no era mi madre. Me negaba a comer lo que cocinaba y a veces hasta le gritaba:
— No cocines para mí, no eres mi mamá.

Pero ella nunca me regañó. Limpiaba, hacía otra comida y luego escondía un pequeño papel en mi mochila: “Hace frío, no olvides tu suéter” o “Hoy preparé tus enchiladas favoritas”.

No respondía nada, pero en silencio esos papelitos se convirtieron en la única calidez en la casa.

En la preparatoria, otra desgracia nos golpeó: mi padre murió en un accidente en la carretera México–Puebla. Creí que me mandarían con mis abuelos o algún tío. Pero no. Fue Ángela, la mujer a la que me negaba a llamar “mamá”, quien se quedó conmigo.

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