 
			“Fui su criada durante 10 años, pero el día que mi sangre salvó la vida de su hija, finalmente me preguntaron mi nombre”.
La señora Isabel se levantó de golpe.
—¡Basta de tonterías, Camila! No digas cosas que no entiendes.
Pero Camila no se calló.
—¡No, abuela! No fue un sueño cualquiera. Era ella. La sentí.
Yo solo quería irme. Me sentía como un error en aquella habitación.
Pero lo que pasó esa noche cambió todo.
Camila tuvo una recaída, y necesitaron más muestras para compatibilidad genética. Y entonces vino el golpe:
El doctor llamó aparte al señor Mauricio y le entregó un sobre confidencial. Yo solo escuché desde el pasillo.
—Señor… la compatibilidad de la señora Eme con su hija Camila es demasiado alta.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Mauricio, confundido.
—Quiero decir que, genéticamente, ella podría ser… su madre.
Silencio.
Gritos ahogados.
Y luego, una voz que no olvidaré jamás:
—¡Eso no puede ser! ¡Esa mujer no tiene ningún lazo con nosotros!
Pero sí lo tenía.
Una noche, mientras limpiaba la biblioteca, encontré una carta vieja escondida detrás de unos libros. Estaba amarilla, escrita con una letra temblorosa:
“A mi hija Eme:
Si algún día lees esto, quiero que sepas que te quitaron a tu bebé al nacer. Dijeron que no eras ‘digna’. La niña fue entregada en adopción a una familia rica, para que ‘no creciera entre trapos sucios’. La señora Isabel firmó todo. Lo siento, hija. Lo siento tanto…
—Tu madre, Adaku.”
Mi mundo se detuvo.
Camila… era mi hija.
Mi propia hija.
