 
			“Fui su criada durante 10 años, pero el día que mi sangre salvó la vida de su hija, finalmente me preguntaron mi nombre”.
Entramos a un consultorio pequeño. El médico cerró la puerta.
Su rostro era serio, casi tenso.
—Verá, hicimos una prueba cruzada especial debido al historial de anemia falciforme en la niña. Un análisis genético de compatibilidad. Es un protocolo poco común… pero importante.
Me crucé de brazos, sin entender.
—¿Y…?
Me miró directo a los ojos.
—La sangre no miente, señora Olawale. Uju no solo es compatible con usted. Genéticamente, es su hija.
Mi mente se apagó.
Todo sonido se volvió lejano.
Me senté sin darme cuenta.
—¿Qué… qué dice? —murmuré—. Eso no puede ser. Yo… yo no tengo hijos.
—¿Está segura?
Abrí la boca… pero no supe qué decir.
Y entonces, desde lo más profundo de mi memoria, algo emergió.
Un cuarto oscuro.
Una sábana manchada.
Un rostro de anciana que me decía: “Duerme, niña. Ya pasó.”
Un dolor que nunca entendí.
Tenía quince años.
Un año antes de entrar a la casa Okonjo.
En mi pueblo.
Cuando me enviaron a servir a la casa del jefe local.
Y luego… silencio.
Mis manos empezaron a temblar.
—No me dejaron recordarlo —susurré—. Me quitaron a mi hija… y me enviaron lejos.
Uju.
La niña que cuidé durante años.
La que me llamaba “tía” con voz frágil.
La que se aferraba a mí como si de verdad fuéramos una sola carne.
Porque lo éramos.
Mi alma gritaba.
Mi útero recordaba.
