Hermosa, encantadora y completamente despiadada. Había aprendido de su madre que la crueldad podía ser un arte. Sofia disfrutaba genuinamente humillando a los demás, especialmente a aquellos que percibía como inferiores a su estatus social. Era la princesa de papá, consentida hasta la médula, y nunca había enfrentado consecuencias reales por sus actos. Pero esto era lo que ninguno de ellos sabía mientras estaban en su ático esa noche, riéndose de la mujer que acababan de humillar. Simone Richardson tenía todo su futuro en sus manos.
La gala benéfica que organizaban no era una fiesta cualquiera. Se suponía que sería una celebración del mayor acuerdo comercial en la historia de Whitmore, una fusión de 1.200 millones de dólares con Richardson Global Industries que no solo salvaría la empresa de Charles, sino que enriquecería a la familia Whitmore como nunca antes. Charles llevaba meses negociando este acuerdo y se suponía que se anunciaría esa misma noche. La fusión generaría suficiente efectivo para saldar todas las deudas ocultas de Whitmore Industries, financiar nuevos proyectos para la próxima década y asegurar el legado familiar para las generaciones venideras.
Pero la mujer a la que acababan de llamar inútil, miserable y nada era Simone Richardson, la directora ejecutiva y fundadora de Richardson Global Industries. La misma mujer que debía firmar los papeles que salvarían su imperio ycía en el suelo cubierta de vino, tras haber sido humillada racialmente por la misma familia cuyo futuro dependía de su generosidad. Y lo más irónico, Charles no tenía ni idea de cómo era Simone. Todas sus negociaciones se habían llevado a cabo a través de abogados e intermediarios.
Nunca había visto una foto suya, nunca la había conocido en persona. En su mente, probablemente imaginaba a un viejo empresario blanco con traje. Los Whitmore acababan de cometer el error más caro de la historia empresarial y aún no lo sabían. Pero la pesadilla para Simone Richardson no empezó cuando pisó ese suelo de mármol. Empezó horas antes, en el momento en que bajó de su coche privado y se acercó al edificio que realmente le pertenecía. Eran las 6 de la tarde de una fresca noche de octubre en Manhattan.