—Quiero hablar con usted de frente —dije.
Miró hacia la barda, como si pudiera ver a través de ella los gritos que vendrían si alguien se enteraba.
—Tus padres no lo aprobarían.
—No me importa.
Me estudió largo rato, y luego, como quien cierra una decisión pendiente desde hace décadas, se hizo a un lado.
—Pasa.
Su casa era pequeña, pero cálida. Había libros por todas partes, fotos de viajes en las paredes, una chimenea, una manta tejida. Un gato negro dormía en el alféizar.
—Se llama Sombra —me dijo—. A veces la mejor familia es la que te elige.
Ese día, con dos tazas de té negro con miel, me atreví a preguntar lo que me había perseguido toda la vida.
—¿Por qué mis papás lo odian tanto?