Leandro dejó la taza con cuidado, como si el vidrio pudiera romperse con la verdad.
—Hay secretos que no me pertenecen —dijo—. Hay verdades que solo traerían dolor.
Lo miré, desesperado.
—Necesito saber.
Su voz se volvió pesada, hecha de arrepentimiento.
—Jamás les he hecho daño. Todo lo que he hecho… lo he hecho porque te amo.
Amarme. Esa palabra me descolocó. ¿Cómo podía amar a un niño vecino? Sus ojos mezclaban orgullo y pena, como si me estuviera viendo y despidiéndose al mismo tiempo.
—Algún día te lo contaré todo —prometió—. Pero hoy no.
Los años siguieron. Me fui a la universidad, volví en vacaciones, hice posgrado, me casé, me divorcié. Leandro envejeció: olvidos, cansancio, pasos más lentos. Se negaba a irse de su casa.
—Tengo que quedarme —decía.
—¿Por qué?
Y él, con los ojos agotados: