Esa frase se me quedó clavada como una astilla dulce. Volví al día siguiente. Y al otro. El agujero se volvió nuestro refugio clandestino, la grieta por donde entraba aire a una casa que, sin yo saberlo, se estaba quedando sin oxígeno.
Leandro me escuchaba contarle de la escuela, de mis amigos, de los libros que me gustaban. Me hacía preguntas y esperaba respuestas como si el tiempo no tuviera prisa. Me decía que yo tenía mente curiosa, que eso era un don, que no lo perdiera. A veces me metía por el agujero un caramelo, una historieta, un pajarito de madera tallado por él. Yo lo escondía todo en una caja de zapatos bajo mi cama, con el corazón latiendo de miedo y emoción.
Crecí, y mis visitas siguieron: primaria, secundaria, preparatoria. Leandro celebraba mis calificaciones, me consolaba cuando no entré al equipo de básquet, se reía cuando yo hablaba de la primera chica que me gustó. Me decía cosas simples que nadie más decía:
—Crecer duele, Tomás. Pero tú lo estás haciendo bien.
Mis padres cumplían con lo material. Nunca me faltó comida ni techo. Pero emocionalmente eran como una casa sin luz. El afecto tenía horarios, condiciones. Leandro llenó ese hueco con conversaciones robadas. Me enseñó que un adulto podía escuchar sin juzgar, que la atención también era una forma de amor.
A los dieciséis, con mi licencia recién sacada, decidí hacer lo que mi miedo había aplazado por años: tocar su puerta. Quería verlo sin madera de por medio. Cuando abrió, sus ojos se agrandaron.
—Tomás… ¿qué haces aquí?