Era una tarde sofocante en el pueblo. Yo —Hanh— estaba arrodillado en el patio, recogiendo ramas secas para encender el fuego. Desde la puerta, mi hijo de diez años me observaba; sus grandes ojos inocentes seguían cada uno de mis movimientos, como si el universo entero estuviera contenido en ese instante de silencio, entre…

A veces, peor que cualquier cosa que hubiera vivido.

«¡Minh no tiene padre!», decía. Llegaba a casa llorando. Yo lo abrazaba: «Te queremos. Tener una madre que habría luchado contra tigres por ti vale más que diez padres. Algún día lo entenderás».

Pero ¿cómo iba a entender lo que yo misma no entendía?

Por las noches, me quedaba mirando la única foto de Thanh: una instantánea borrosa del mercado, su sonrisa sincera. A veces lo odiaba. Otras veces, solo rezaba para que estuviera vivo en algún lugar. Esa decisión me destrozaba.

### La mañana en que todo cambió

Me desperté con el repiqueteo de la lluvia sobre el techo de hojalata. Principios de septiembre, casi diez años después del nacimiento de Minh; el cielo parecía conmemorar el aniversario.

Estaba remendando los pantalones del uniforme de Minh cuando otro sonido se alzó. Al principio, pensé que era un trueno, pero eran motores, constantes, vibrantes.

Tres grandes sedanes negros avanzaban lentamente por el camino embarrado.

—¿De quién son estos coches? —preguntó la señora Nguyen.

—¿Funcionarios? ¿Ha fallecido alguien importante?

Se detuvieron… frente a mi casa. Se me aceleró el corazón. ¿Impuestos? ¿Una vieja deuda?

Minh apareció, frotándose los ojos. —Mamá, ¿de quién son?

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