Era una tarde sofocante en el pueblo. Yo —Hanh— estaba arrodillado en el patio, recogiendo ramas secas para encender el fuego. Desde la puerta, mi hijo de diez años me observaba; sus grandes ojos inocentes seguían cada uno de mis movimientos, como si el universo entero estuviera contenido en ese instante de silencio, entre…

### Seis meses después

Acostumbrarse a la ciudad requirió más esfuerzo del que imaginaba, pero los Lam fueron pacientes y Minh se adaptó con la facilidad de un niño. Colegio privado, piano, fútbol, ​​amigos cuyos padres poseían cosas que yo no podía comprender. Pero no olvidó sus raíces.

«Mamá, cuando me haga cargo del negocio del abuelo, quiero ayudar a pueblos como el nuestro. Escuelas, programas contra el acoso escolar. Para que nadie sufra como tú».

«Tu padre estaría orgulloso», le dije, abrazándolo.

El señor Lam cumplió su palabra: le enseñó a Minh sobre negocios y sobre la bondad. Creó una fundación con el nombre de Thanh para apoyar a madres solteras. Me pidió que fuera una de las líderes; mi experiencia era importante. El pueblo cambió: el programa financiado por la escuela tuvo un impacto. Algunas personas me escribieron disculpas. Las leí, sin responder. Las cicatrices permanecen.

La señora Phuong vino a vernos. Ella solo quería asegurarse de que fuéramos felices. Y lo éramos.

La foto de Thanh, que había guardado durante diez años, ahora reposaba en un marco plateado, rodeada de otras que me había regalado la familia. Minh las miraba durante horas, creando un vínculo con el padre que nunca conoció.

En el aniversario de la muerte de Thanh, visitamos su tumba: un monumento en un cementerio de familias adineradas, tan distinto de las sencillas parcelas de mi infancia. Minh y yo nos quedamos allí solos un rato.

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