A veces llegaba a conclusiones sorprendentes:
“Hoy estás como el color naranja. Cálido. Y el abuelo estaba azul grisáceo ayer; eso significa que estaba triste”.
La vida seguía. El huerto daba suficiente comida, los padres ayudaban, y los domingos, Anya horneaba un pastel, al que Petia llamaba “el pequeño sol en el horno”. El niño recogía hierbas, reconociéndolas por su aroma. Podía oler la lluvia mucho antes de la primera gota y decía:
“El cielo se va a doblar y se va a poner a llorar”. Los aldeanos sintieron lástima por él:
“Pobre niño. En la ciudad, estaría en una escuela especial. Quizás le enseñarían a ser alguien importante”.
Pero Anya y Petya se opusieron. Y un día, cuando el vecino empezó a intentar convencer a Anya de que “inscribiera al niño en una escuela decente”, Petya dijo de repente con firmeza:
“Allí no oigo el río. No huelo los manzanos. Aquí, aquí es donde vivo”.
Antón grabó sus pensamientos en una cinta. Un día, los leyó en la biblioteca del distrito durante una velada de cuentos infantiles. Y puso la grabación.
La sala quedó en silencio. La gente escuchaba, conteniendo la respiración. Algunos lloraban. Otros simplemente miraban por la ventana, como si oyeran algo importante por primera vez.
Cuando Antón regresó, compartió sus impresiones con Anya:
“No es solo un niño discapacitado. Ve el mundo dentro de sí mismo. De una forma que nosotros hemos olvidado hace tiempo”. Después de eso, nadie sugirió enviar a Petia a un orfanato. En cambio, los niños acudían a escuchar sus historias. El presidente del pueblo incluso destinó fondos para libros en braille.
Petia dejó de ser “el niño ciego” para convertirse en alguien con una visión única del mundo.
“Hoy el cielo resuena”, dijo, de pie en la puerta y girando la cara hacia el sol.
Ya tenía trece años. Había crecido, su cabello estaba decolorado por el sol de verano y su voz era más grave que la de muchos de sus compañeros de clase.
Anya tenía treinta. El tiempo había pasado, dejando solo finas arrugas alrededor de sus ojos, donde a menudo asomaban sonrisas. Y ahora sonreía mucho. Porque sabía que su vida tenía un significado. Un gran significado.
“Vamos al jardín”, sugirió Petia, sacando su bastón. Rara vez lo usaba en casa; el patio le era tan familiar como la palma de su mano. Pero en el bosque o en la ciudad, él…
Aún lo necesitaba.