Encontré a un niño ciego de tres años abandonado debajo de un puente; nadie lo quería, así que elegí ser su madre.

“¿Después de algo así?”, preguntó Anya negando con la cabeza. “Que lo intenten”.

Su madre se marchó dando un portazo. Pero esa noche, su padre, sin decir palabra, dejó un caballo de madera en el umbral: un juguete que él mismo había tallado y hecho. Y dijo en voz baja:

“Mañana traeré patatas. Y un poco de leche”.

Era su forma de decir: “Estoy contigo”.

Los primeros días fueron los más duros. El niño permanecía callado, apenas comía y se sobresaltaba con cada ruido fuerte. Pero después de una semana, aprendió a encontrar su mano en la oscuridad, y cuando Anya le cantó una nana, su primera sonrisa se dibujó en su rostro.

“Te voy a llamar Petia”, decidió un día después de bañarlo y peinarlo. “¿Qué te parece ese nombre?” Petia…

El niño no respondió, pero se acercó a ella.

Los rumores corrieron rápidamente por el pueblo. Algunos sintieron lástima por ella, otros la condenaron y algunos simplemente se sorprendieron. Pero Anya no les hizo caso. Todo su mundo giraba ahora en torno a una personita: aquella a quien le había prometido calor, un hogar y amor. Y por eso, estaba dispuesta a todo.

Pasó un mes. Petya empezó a sonreír al oír sus pasos. Aprendió a sostener una cuchara, y cuando Anya colgaba la ropa, él intentó ayudarla, buscando las pinzas en el cesto y dándoselas.

Una mañana, como de costumbre, estaba sentada junto a su cama. De repente, el niño extendió la mano hacia su rostro, le acarició la mejilla y dijo suave pero claramente:

“Mamá”.

Anya se quedó paralizada. Su corazón se detuvo y latió tan fuerte que no podía respirar. Tomó sus pequeñas manos entre las suyas y susurró:

“Sí, cariño. Estoy aquí. Y siempre estaré a tu lado”.

Esa noche, apenas durmió, sentada junto a su cama, acariciándole la cabeza, escuchando su respiración regular. Por la mañana, su padre apareció en la puerta.

“Conozco a alguien en la administración”, dijo, con una gorra en las manos. “Tramitaremos la tutela. No te preocupes”.

Fue entonces cuando Anya finalmente lloró, no de tristeza, sino de una inmensa felicidad que le llenó el corazón.

Un rayo de sol se deslizó por la mejilla de Petya. No parpadeó, pero sonrió al oír que alguien entraba en la habitación.

“Mamá, viniste”, dijo con seguridad, estirándose para encontrarla.

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