Hay días que parten tu vida en dos: el antes y el después.
Y para mí, fue aquel jueves caluroso en el Hospital General de Guadalajara, cuando por fin vi el verdadero rostro del hombre con quien había compartido cinco años de mi vida.
Tenía siete meses de embarazo. Mi barriga ya se notaba, pero debido a mi salud frágil, el doctor me había pedido revisiones semanales.
Ese día fui sola. Eduardo, mi esposo, dijo que tenía una reunión importante en la empresa constructora donde trabajaba.
Ya estaba acostumbrada. Desde que quedé embarazada, su cariño se había vuelto rutina: sin mensajes, sin abrazos, sin interés.
Había noches en que no volvía a casa, y cuando lo hacía, olía a perfume que no era mío.
Yo lo sabía. Sabía que había otra.
Pero me quedé callada.
Pensaba que cuando naciera el bebé, él cambiaría. Qué ingenua fui.
Después de la revisión, me senté en el pasillo, descansando un poco.
Acaricié mi vientre y susurré:
— Tranquilo, mi amor. Falta poco. Mamá y tú estarán bien.
Pero de pronto, un ruido fuerte interrumpió la calma del hospital.
Una voz de hombre gritaba desesperadamente desde la entrada de urgencias:
— ¡Doctora! ¡Por favor, ayuden! ¡Mi esposa va a dar a luz!
Giré la cabeza… y mi corazón se detuvo.
Aquel hombre… era Eduardo.