En la reunión familiar, me quedé atónito al ver a mi nieta con la cabeza completamente rapada. Mi nuera le restó importancia, riendo, diciendo que era “solo por diversión”. No pude aceptarlo y me llevé a mi nieta a casa. Mi hijo me acusó después de exagerar, pero a la mañana siguiente su voz había cambiado; suplicó: “Por favor… que mi esposa se explique”.

—Intenté decirle que no, que no era necesario. Pero empezó a llorar. Me dijo que no quería que los niños del colegio se burlaran solo de mí, que ella podía cuidar de mí, que quería que fuéramos iguales. Fue tan… inocente. Tan puro. Y yo… yo no tuve la fuerza para detenerla.
Daniel se acercó y le tomó la mano.
—Andrea ha estado luchando sola. Yo debí estar ahí —dijo, con voz apagada.
Sentí una punzada en el pecho. Todo lo que había interpretado como frivolidad era, en realidad, desesperación.
—¿Por qué no viniste a mí? —pregunté—. ¿Por qué no me dijiste?
Andrea levantó la vista, con los ojos empañados.
—Porque pensé que me juzgarías. Que dirías que exagero. Que soy vanidosa. No quería mostrarme débil.
Su respuesta me dejó sin palabras. —Ayer —siguió—, cuando usted se llevó a la niña, yo… yo no supe cómo reaccionar. Lo merecía. Fue un impulso terrible. Me equivoqué. Pero juro que jamás quise hacerle daño.

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