En la reunión familiar, me quedé atónito al ver a mi nieta con la cabeza completamente rapada. Mi nuera le restó importancia, riendo, diciendo que era “solo por diversión”. No pude aceptarlo y me llevé a mi nieta a casa. Mi hijo me acusó después de exagerar, pero a la mañana siguiente su voz había cambiado; suplicó: “Por favor… que mi esposa se explique”.
Hubo un silencio largo. Pesado. Solo se oía el leve murmullo de mi nieta en la habitación contigua.
Me levanté y me acerqué a Andrea. Ella tensó los hombros, como quien espera un reproche. En lugar de eso, me senté a su lado y tomé sus manos.
—Ayer me asusté —le dije—. Creí que habías actuado por capricho, por ligereza. No sabía lo que llevaba por dentro.
Respiré hondo.
—Esto no lo tienes que cargar sola. Ni tú ni la niña. Somos familia. Y aunque ayer reaccioné impulsivamente… estoy aquí. Vamos a enfrentar esto juntas.
Andrea rompió a llorar en mis brazos, como si hubiera estado conteniendo ese llanto durante meses.
Daniel nos miró, con los ojos húmedos. Minutos después, la niña salió corriendo hacia nosotros, riendo, tocándose su cabecita rapada. “¿Jugamos?”, preguntó sin saber que, en ese momento, tres adultos estaban recomponiendo las grietas que el miedo había abierto.
La abracé fuerte. No todo estaba resuelto. La alopecia seguiría su curso. Las explicaciones a la escuela, la mirada de los demás, las dudas, el futuro… todo eso vendría después.
Pero por primera vez desde aquel día, ya no había secretos.
Solo verdad. Solo familia. Y un camino que, aunque incierto, íbamos a recorrer juntos.