Sus palabras, que antes me habrían derretido el corazón, ahora solo intensificaron mi confusión.
Si había peligro… no podía venir de él, ¿o sí?
Esperé a que su respiración se hiciera profunda y regular. Cuando estuve segura de que dormía, me levanté con cuidado. Caminé hacia la ventana y miré el jardín. A lo lejos, pude distinguir una figura: un hombre apoyado en el porche. Su silueta era inconfundible.
El padre de Daniel.
De pie. Mirando fijamente hacia nuestra ventana. Sin moverse.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Retrocedí, cerré la cortina con suavidad y tomé mi teléfono. Busqué señal. Nada. Cero barras. La casa estaba lo suficientemente retirada como para quedar aislada.
O… ¿alguien la estaba bloqueando?
Mis pensamientos se arremolinaron con fuerza hasta que escuché un ruido suave detrás de mí: el crujido del colchón.
—¿Qué haces despierta? —preguntó Daniel con voz grave, medio dormida.