Respiré hondo.
—Sí… ya salgo —respondí, aunque la verdad es que no quería salir.
Me miré al espejo. Yo, con el maquillaje corrido, el peinado deshecho, y en medio de la noche que debía ser la más feliz de mi vida… sintiéndome como una extraña atrapada en una casa ajena.
Tenía dos opciones:
confiar o huir.
Y ninguna era segura.
Cuando salí del baño, Daniel ya estaba acostado, con el brazo extendido hacia mí, como invitándome a acercarme. Su gesto cálido contrastaba con el nudo helado en mi estómago.
—Ven —me dijo con ternura.
Me acosté a su lado, rígida, intentando ocultar mi tensión. Él me abrazó, apoyó su cabeza en mi hombro y murmuró:
—Ha sido un día largo. Te amo.