Se agachó hasta quedar a la altura de Emily, el corazón golpeando en su pecho. —Cariño, ¿qué quieres decir? ¿Qué gusanos?
Los labios de Emily se apretaron en una línea solemne, sus pequeños ojos miraron nerviosos hacia Michael. —Le prometí a papá —dijo al fin, como si esas palabras lo explicaran todo.
Olivia forzó una sonrisa, pasando la mano suavemente por el cabello de su hija. —Está bien, cariño. Mamá solo quiere entender.
Pero Emily negó con la cabeza, terca, de esa forma que hizo que el estómago de Olivia se encogiera. Un secreto. Una promesa hecha a su esposo. Una mujer extraña a la que su hija señalaba de manera tan inquietante y deliberada.
El resto de la velada transcurrió en una neblina. La sonrisa de Olivia nunca se borró, pero sus ojos siguieron a la morena: sus gestos, la familiaridad con Michael, la forma en que le tocaba el brazo como si compartieran algo privado.
Cada vez que Olivia intentaba descartar las palabras de su hija como un disparate infantil, el recuerdo del susurro de Emily regresaba: Papá dijo que no puedo contarte.
La frase se repetía en su mente, aguda e inquietante. Y mientras los invitados cantaban “Feliz cumpleaños” y Michael se inclinaba sobre el pastel para soplar las velas, Olivia sintió que la verdadera celebración —la imagen cuidadosamente construida de su matrimonio— empezaba a resquebrajarse.
Algo estaba enterrado bajo las inocentes palabras de su hija. Algo que Olivia, de pronto, estaba desesperada por descubrir.
A la mañana siguiente, Olivia no podía sacárselo de la cabeza. Mientras Michael se sentaba a la mesa de la cocina hojeando su teléfono, ella lo observaba desde la estufa, volteando panqueques para Emily. Todo en él parecía ordinario, familiar: la camiseta gris, la media sonrisa cuando Emily pedía más jarabe. Y sin embargo, el susurro de la noche anterior latía como una herida bajo las costillas de Olivia.
Cuando Michael se fue al trabajo, Olivia se agachó junto a su hija. —Emily —dijo con suavidad—, sobre lo que me contaste ayer… sobre la señora con los gusanos. ¿Puedes decirle a mamá un poquito más?
Emily frunció el ceño, girando un trozo de panqueque con el tenedor. —No se supone que lo diga.
—Cariño, no te vas a meter en problemas. Solo quiero entender.
Emily dudó, y luego susurró: —Ella tiene gusanos en la pancita. Papá me dijo que no dijera nada porque es cosa de adultos.
El corazón de Olivia se detuvo un instante. Gusanos en la pancita. Las palabras eran infantiles, pero la implicación… Olivia sabía que los niños no inventaban frases así sin contexto.
Su mente corrió. Gusanos. ¿Podría Emily haber escuchado algo médico? ¿O era su manera de describir algo más oscuro? ¿Un romance? ¿Secretos disfrazados en el lenguaje de una niña de cuatro años?
Esa tarde, Olivia investigó más. Revisó los bolsillos de la chaqueta de Michael, los cajones de su escritorio, incluso su coche cuando él le pidió que tomara el correo que había dejado en la guantera. En el asiento trasero, escondido entre los cojines, lo encontró: un pequeño estuche con cierre, del tipo que se usa para frascos de medicina. Dentro, dos envases con receta a nombre de una mujer: Clara Donovan.
La morena de la fiesta.