Todo comenzó como un funeral normal. Familiares, amigos y vecinos llegaron vestidos de negro, con flores en las manos y lágrimas en los ojos. El joven supuestamente había muerto en un accidente de tráfico, y el cuerpo, según los informes oficiales, era irreconocible.
Los documentos y las pruebas de ADN confirmaban que era él. Pero su madre nunca aceptó esa versión. Desde el principio se negó a asistir, gritando que no era su hijo, que mentían, que él seguía vivo en algún lugar.
—Ese no es mi hijo, lo puedo sentir —repetía una y otra vez.
Finalmente, tras horas de súplicas, accedió a ir al funeral. Pero lo hizo de un modo que impactó a todos: se negó a vestir de negro, apareció con un abrigo azul y llevaba un bolso negro que no soltó en ningún momento.
Un silencio incómodo se apoderó del lugar. Nadie imaginaba lo que ese bolso escondía.
Las primeras señales de tensión
La ceremonia comenzó con rezos y discursos. La viuda, entre sollozos, habló de su marido, insistiendo en que, aunque la muerte había sido cruel, la ciencia había confirmado su identidad.
Pero la madre, sentada en primera fila, negaba con la cabeza, murmurando frases cada vez más inquietantes:
—Están ocultando algo.
—Ese no es mi hijo.
—Él sigue vivo.
Los asistentes se miraban inquietos. El sacerdote intentó mantener el orden. La nuera, agotada por el dolor, suplicaba a la madre que aceptara la realidad. Fue inútil.
Y entonces ocurrió lo inimaginable.