En aquel instante entendí que mi vida acababa de cambiar para siempre. Mi padre no solo me había dejado su memoria; me había dejado una herencia secreta, cuidadosamente resguardada de quienes podían manipularme o usarme.
Mientras Tomás observaba desde la acera, con el rostro descompuesto, supe que lo que venía no era el final de una etapa…
Era el verdadero comienzo.
Los hombres que habían llegado al funeral me escoltaron hasta la casa familiar en el barrio de Sarrià, una residencia amplia que Tomás siempre había envidiado. Nunca me atreví a traerlo allí cuando mi padre vivía; Richard prefería mantener las distancias con él desde la primera vez que lo conoció.
El jefe del grupo, Gabriel Knox, me entregó una carpeta negra.
—Su padre nos instruyó para entregarle esto en cuanto él falleciera —explicó.
Mi corazón se aceleró. Abrí la carpeta con cuidado. Dentro había documentos bancarios, escrituras de propiedades en Barcelona, Málaga y Londres, y una carta escrita con la letra inconfundible de mi padre.
La abrí.
“Querida Alexandra,
Sé que durante años dudaste de tu propio valor porque alguien hizo que lo dudaras. No te culpes. Los depredadores siempre reconocen la bondad como debilidad, y Tomás lo hizo desde el primer día. Por eso mantuve mi patrimonio oculto, para protegerte. Ahora es tuyo. Úsalo con inteligencia, con dignidad… y con libertad.”
Tuve que cerrar los ojos. Mi padre había visto lo que yo no quería aceptar.
Tomás nunca me amó. Me eligió.