En el funeral de mi padre, mi marido se inclinó hacia mí y murmuró: “Aquí no haces falta.” Solo sonreí.

Cuando salimos de la iglesia, él se giró hacia mí para decir algo más, pero su voz se cortó de golpe. Frente al edificio, tres limusinas negras se alineaban en fila impecable, relucientes bajo el cielo gris.

Tomás palideció.

—¿Quiénes son esos hombres? —susurró.

Los hombres salieron de los vehículos: trajes oscuros, porte profesional, cada uno con un movimiento perfectamente coordinado. No eran guardaespaldas comunes ni chóferes alquilados. Eran el tipo de personal que solo trabaja para quien tiene el poder de pagar su silencio y su lealtad.

Me acerqué a él, apoyando una mano en su brazo, como si compartiéramos un secreto íntimo.

—Trabajan para mí —respondí con calma.

Tomás retrocedió ligeramente, confuso, casi asustado.

Yo avancé hacia el primer vehículo. El jefe del grupo, un hombre alto de mirada precisa, me abrió la puerta mientras inclinaba la cabeza en señal de respeto.

—Señora Hall, estamos a su disposición —dijo.

Señora Hall. No Llorente. Hall. Mi apellido de nacimiento, el que mi padre siempre quiso que llevara con orgullo.

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