—¿Es usted la señora Morales? —preguntó.
Asentí, inquieta.
—Su marido me encargó entregarle esto personalmente, solo después de su fallecimiento.
Me tendió un sobre marrón, pesado, con mi nombre escrito a mano por Miguel. Lo reconocí al instante: aquella caligrafía firme que siempre usaba para las cartas de Navidad y las notas que me dejaba en la nevera. Sentí un nudo en la garganta.
—¿Qué… qué es esto?
—Documentación. Y unas instrucciones. Su marido quería asegurarse de que usted estuviera preparada para lo que… pudiera venir.
Lo abrió despacio, como si no quisiera asustarme.
—Me pidió que no hablara con nadie más al respecto —añadió con seriedad.
Apreté el sobre contra mi pecho. De pronto, todas las miradas raras, las conversaciones a media voz entre Javier y Clara, incluso sus prisas por “ayudarme” con las cuentas de Miguel, cobraron un nuevo sentido.
Aquella misma tarde, sola en la cocina, respiré hondo antes de romper el sello del sobre. El interior estaba lleno de copias de escrituras, extractos bancarios, una carta escrita de puño y letra… y un documento que, al leerlo, me heló la sangre.