Fue ese momento, al ver de qué se trataba, cuando supe por fin qué debía hacer.
Abrí la carta de Miguel primero. Su letra, aunque algo temblorosa, seguía teniendo aquella claridad que siempre admiré. Comencé a leerla con cuidado, como si cada frase pudiera romperme en dos.
“Mi Carmen,” empezaba.
“Si estás leyendo esto, significa que ya no puedo defenderte como siempre he querido. Pero también significa que tienes en tus manos lo necesario para seguir adelante sin depender de nadie, especialmente de quienes dicen ayudarte pero buscan otra cosa.”
Me llevé la mano a la boca. No mencionaba nombres, pero no hacía falta. Yo entendía perfectamente a qué se refería.
Miguel continuaba explicando que, desde un año antes de su diagnóstico, había descubierto que Javier atravesaba graves problemas financieros. Debía dinero a una empresa de inversión privada con la que él—sin consultarnos—había firmado acuerdos temerarios. Clara, según contaba la carta, no solo estaba al tanto: también lo empujaba a “acelerar” la solución. Una solución que incluía, de una manera u otra, mi casa.