En el funeral de mi marido, mi nuera se inclinó y murmuró: “No desperdicies tus lágrimas… las necesitarás cuando esta casa desaparezca”. Mi hijo solo se rió. Pero días después, un desconocido me entregó un sobre grueso y dijo: “Él se aseguró de que estuvieras preparada”. En ese momento supe exactamente qué debía hacer.

El funeral de mi marido en Sevilla fue un día gris pese al sol de finales de mayo. Entre los pésames, las miradas de compromiso y los silencios largos, nunca imaginé que lo más doloroso no sería la despedida, sino una frase susurrada cuando aún ni habíamos abandonado el cementerio.

Mi nuera, Clara, se inclinó hacia mí con una sonrisa que pretendía parecer compasiva y murmuró:
—No malgaste sus lágrimas… las necesitará cuando esta casa desaparezca.

Mi hijo, Javier, que estaba a su lado, soltó una risa breve, como si aquello fuera solo una broma privada entre los dos. Me quedé helada, incapaz de responder. No era la primera vez que notaba cierta tensión de su parte desde que la enfermedad de Miguel, mi marido, había empezado a empeorar, pero nunca imaginé escucharlos decir algo así… y mucho menos en ese momento.

Volví a casa sola, sin ganas ni de abrir las ventanas. Al día siguiente comenzaron las llamadas: el banco, la aseguradora, el notario… una lista interminable de papeleos que Miguel siempre había llevado al día. Yo confiaba en que todo estuviera en orden, pero la frase de Clara se repetía en mi mente como un eco malintencionado. “Esta casa”. ¿Qué sabían ellos que yo no?

Tres días después del funeral, cuando salía de la panadería del barrio, un hombre de unos cincuenta años me llamó por mi nombre. Llevaba una carpeta gruesa bajo el brazo y una expresión formal, pero amable.

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