—¿Gente que quiere… matarla? ¿Qué hiciste, Sofía?
—Mi trabajo —contesté.
Mamá empezó a respirar más rápido.
—Esto es culpa tuya —escupió, señalándome con un dedo tembloroso—. Siempre buscaste llamar la atención. Siempre fuiste la oveja negra. ¡Pero esto… esto ya es demasiado!
—No busqué nada —respondí con frialdad—. Solo dejé de intentar encajar en un molde que nunca fue mío.
Él dio un paso protector hacia mí cuando la voz de mamá se quebró. No porque fuera una amenaza física, sino porque sabía que estaba a punto de decir algo que podría herirme más que cualquier bala.
—Tu padre y yo hemos decidido —dijo con tono final— que, hasta que abandones esa… esa vida, para nosotros estás muerta.
La palabra cayó como un disparo.
Mi padre abrió la boca, sorprendido por la dureza de la sentencia, pero no la contradijo.
Lo supe en ese instante: no era una metáfora.
De verdad estaban dispuestos a arrancarme del árbol genealógico si no obedecía.
Me levanté despacio. Mi guardaespaldas, siempre atento, movió ligeramente la silla para dejarme espacio.
—Entonces supongo que la decisión está tomada —dije con voz firme—. Porque no voy a dejar mi vida… para entrar de nuevo en la suya.
Tomé mi bolso. Él se colocó a mi lado.