En el cumpleaños de mi padre, mamá murmuró: «Para nosotros, ya no existe». Y justo en ese instante entró mi guardaespaldas

Y mientras atravesábamos el salón lleno de miradas curiosas, sentí por primera vez en semanas algo parecido a paz.

No tenía una familia.

Pero tenía una vida.

Y estaba dispuesta a protegerla —con o sin ellos.

Salimos del restaurante bajo un silencio que pesaba más que cualquier palabra que mi familia hubiera dicho aquella noche. El aire nocturno estaba frío, perfumado por el olor a lluvia reciente, y el murmullo distante del tráfico parecía una música lejana, ajena a la tragedia privada que acabábamos de abandonar. Mi guardaespaldas —él— caminaba a mi lado, su presencia sólida como una pared que me protegía del mundo… y de mí misma.

—¿Estás bien? —preguntó cuando llegamos a la acera.

No “¿qué pasó ahí dentro?”. No “¿por qué te hablaron así?”. Solo una pregunta simple, directa, que invitaba a la verdad.

—No —respondí—. Pero lo estaré.

Él asintió, como si esa fuera la respuesta correcta. Me abrió la puerta del coche blindado y, cuando me senté, su aroma a cuero y metal me envolvió como un recordatorio de todo lo que había construido lejos de aquella mesa familiar.

El motor arrancó. Dejamos atrás las luces cálidas del restaurante, alejándonos de un pasado que había intentado arrastrarme una vez más.

—Sabías que iba a pasar tarde o temprano —dijo él, sin apartar la vista del camino.

Leave a Comment