En el cumpleaños de mi padre, mamá murmuró: «Para nosotros, ya no existe». Y justo en ese instante entró mi guardaespaldas

Él intervino entonces, con calma glacial.

—Señora Herrera, si su hija dramatizara, yo no estaría aquí.

Sus palabras no fueron altas, pero sí contundentes. Y algo en su tono —quizá la certeza absoluta— consiguió silencarla por un instante.

Papá entrecerró los ojos, evaluándome de una forma diferente. No con decepción. No con ira. Sino con una inquietante combinación de orgullo y temor.

—¿Por eso desapareces durante semanas? —preguntó—. ¿Por eso nunca puedes decir dónde estás? ¿Por eso no respondes nuestras llamadas?

Asentí.

—No porque no quisiera —dije—, sino porque no podía.

—¿Y todo este teatro? —bufó Diego—. ¿Un guardaespaldas? ¿De verdad necesitas que este tipo te siga por todos lados?

—Cuando hay gente que quiere verte muerta, sí —respondió él, con la naturalidad de quien habla del clima.

Cada miembro de mi familia se estremeció.

Marisa, incapaz de contenerse, intervino:

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