En el cumpleaños de mi padre, mamá murmuró: «Para nosotros, ya no existe». Y justo en ese instante entró mi guardaespaldas

—¿Coche? ¿Qué coche? ¿Quién es este hombre? —exigió, como si fuera un guardián del orden moral ofendido por la mera existencia de algo que no controlaba.

—Mi seguridad —respondí sin levantar la voz.

Un silencio espeso cayó sobre la mesa, denso como aceite. Podía casi escucharse el momento exacto en que todos comprendieron que mis evasivas, mis misteriosos viajes, mis excusas para no asistir a reuniones familiares… no eran simples caprichos de una hija rebelde.

Eran otra cosa.

—¿Seguridad? —repitió Diego, con una risa incrédula—. ¿Tú? ¿Qué eres ahora, una celebridad? ¿O es parte de ese numerito de “vida independiente” que te traes?

Él no se dignó a mirarlo. Ni falta hacía.

—Sofía —intervino papá—, ¿podrías explicarnos por qué tienes… personal armado en tu vida?

Su voz tembló ligeramente al pronunciar “armado”.

—Porque lo necesito —contesté, observando cómo mis palabras golpeaban a cada uno—. Porque mi trabajo lo requiere.

Mamá soltó una carcajada amarga.

—¿Y cuál es ese supuesto trabajo, Sofía? ¿Finalmente vas a admitir que todo este secretismo es una mentira? ¿O acaso crees que vamos a tragarnos que llevas una vida tan peligrosa que necesitas un guardaespaldas?

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