En el cumpleaños de mi padre, mamá murmuró: «Para nosotros, ya no existe». Y justo en ese instante entró mi guardaespaldas

Aún no había decidido cómo definirlo.

Entró caminando con su paso seguro, imperturbable, ese que hacía girar cabezas incluso en los ambientes más selectos. Alto, sólido, con la mandíbula marcada y el porte de alguien acostumbrado a evaluar cada salida y cada amenaza. Vestía un traje oscuro que encajaba tan perfectamente que parecía hecho para él —porque lo era— y su mirada, intensa y afilada, escaneó el salón hasta detenerse en mí.

Y, en ese instante, toda la mesa se congeló.

Diego dejó la copa en el aire. Julia parpadeó como si no entendiera la escena. Mamá apretó los labios hasta perder el color. Mi padre frunció el ceño, confundido. Marisa giró la cabeza con la misma curiosidad que mostraba cuando veía a un desconocido guapo en un bar.

—¿Qué…? —empezó mamá, pero su voz se quedó suspendida cuando él se acercó.

—Señorita Herrera —dijo él, con ese tono grave y respetuoso que me sacaba de quicio y a la vez me resultaba tranquilizador—. El coche está listo cuando usted decida.

Mamá sofocó un jadeo dramático.

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